Talleres de escritura y lectura en Canet

14 enero 2010

Me hubiese gustado volver

Filed under: José Manuel Pedrós — martasalvadorvelez @ 9:34 am

Me hubiese gustado volver a sentir tu mirada profunda rozar las yemas de mis dedos, como cuando nos amábamos a oscuras bajo la luz eterna de los olivos negros.

Me hubiese gustado volver, para rozar tu pelo de nuevo con el calor profundo de mis besos helados de arena y de sal, antes de que en el reloj dieran las diez y tuviéramos que regresar a casa.

Me hubiese gustado volver a contemplar contigo el cauce ondulado del río y las piedras románicas empapadas de aquella lluvia áspera que las volvía eternas y festivas.

Me hubiese gustado volver a remangar el pliegue de tu falda corta, mientras contemplábamos extasiados el piular de las gaviotas y la languidez de las olas blancas.

Me hubiese gustado volver a la playa contigo, en la noche de San Juan, mientras las hogueras languidecían y la luna llena era cómplice de nuestros besos más ardientes.

Me hubiese gustado volver a contemplar los tizones encendidos que brillaban en tus ojos negros, esos ojos profundos que asustaban a los gatos y enloquecían a las luciérnagas.

Me hubiese gustado volver a desandar todo lo andado, para volver a contemplar juntos los mismos errores del pasado y para volver de nuevo a sonreír a la vida.

Me hubiese gustado tanto volver…

Canet-Playa. 18 de diciembre de 2009. 19,15 horas. Está lloviznando. Quizá eso haga que la melancolía y el romanticismo rezumen.

11 enero 2010

Dictado final

Filed under: Mª Luisa Muñoz — martasalvadorvelez @ 12:10 pm

“Quietas, dormidas están,
las treinta, redondas, blancas.
Entre todas
sostienen el mundo…”

Underwood girls. Pedro Salinas.

Desde que entró en mi casa ocupó un lugar preferente llegando a reinar y a tomar el dominio del salón principal de la vivienda a los pocos días de su entrada. Llegó en una caja descansando entre los fuertes brazos de mi amigo Juan como regalo a mi esposa en agradecimiento a un gran favor laboral que milagrosamente le salvó el cuello. Ignoro si la consiguió por la quiebra de una tienda de antigüedades o a través de la subasta de los bienes embargados de alguna casa de ricos venidos a menos. Si bien es cierto que la recuerdo fuerte, poderosa y elegante durante la primera semana que usurpó el resto de decoración de mi salón. Cuando mis amigos o familiares venían de visita, lo primero que hacían nada más invadir mi espacio privado era acariciarla muy despacio, pasaban los dedos por cada una de sus teclas como intentando arrancar los secretos que había escrito en otra época.
La vieja máquina de escribir Underwood de finales del siglo XIX llegó a mis manos sin yo buscarla, más bien fue al contrario: fue ella la que me buscó a mí. Al día siguiente de haberla recibido mi esposa le procuró el mejor lugar de todo el salón desde donde lanzaba guiños y coqueteos a todo visitante que se dignara mirar su porte. De un negro borroso, sus teclas doradas y redondas remitían con profundidad elegida al resplandor de otro tiempo. Como también profundos y con algo de niebla alrededor eran los caracteres que imprimía. La cinta bicolor roja y negra tampoco perdía su protagonismo tensa y desafiante entre los dos carretes. En la parte posterior de la Underwood figuraba una sucesión de fechas desde febrero de 1896 hasta marzo de 1911 impresas en el mismo dorado borroso y apagado que el resto. Aún ahora que ha pasado tanto tiempo después de aquello y aún después de haberme desembarazado de ella cierro los ojos y la veo: triunfante, tétrica, dominadora.
Mi obsesión por la vieja Underwood llegó a tal extremo que un mes después de que entrara en nuestro hogar le pedí encarecidamente a mi esposa que la regalase. Me pasaba horas contemplándola, limpiándola y dándole todo lujo de cuidados para conservar una joya con la que renombrados escritores habrían construido sus mundos paralelos. No dormía intentando averiguar a quién podría haber pertenecido antes y qué historias habrían inventado sus teclas. La imaginaba sola como un ente independiente al que no se podían dar órdenes.
Un día quise pulsar aleatoriamente algunas teclas para comprobar si aún funcionaba correctamente pero mis dedos no obedecieron a mi cerebro y los caracteres que se imprimieron fueron otros distintos a los que yo había marcado. Ella me los había dictado. Puedo asegurar que de mi cerebro no habían salido en absoluto. Me levanté impulsado por el resorte del miedo : algo se estaba apoderando de mi voluntad, una obsesión que no dominaba. Las teclas daban órdenes a mi cerebro intentando que mis dedos formaran palabras que yo no quería escribir. Aunque esto pueda parecer increíble así fue como lo viví y lo sentí en mi carne. Recuerdo que eso sucedió algunas veces más. Hubo otros dictados. Yo intenté evitarlo desde que presentí que un serio peligro nos estaba acechando a mi esposa y a mí. A partir de aquí mis recuerdos se sumergen en una espesa niebla, pero haré un esfuerzo por aclarar lo ocurrido. Contrariamente a mis costumbres desde que la vieja Underwood nº5 entró en mi hogar ,esa noche subí a dormir temprano. Mantuve una fuerte y acalorada discusión con mi esposa por culpa del viejo artilugio. Mi mujer se negaba en redondo a deshacerse de la máquina alegando que era perfecta para la decoración de nuestro salón, que aportaba clase y prestigio y que cualquier anticuario ofrecería una suma de dinero más que considerable sólo por poder mostrarla a sus clientes. “Posee algo mágico y debemos conservarla siempre con nosotros” me dijo cariñosa y firmemente convencida. Yo estaba asustado, nervioso y comencé a gritar como un loco. Deseaba escapar de sus designios y no me sentí culpable por insultar o amenazar a mi mujer si con ello conseguía apartar la vieja máquina de mi vida para siempre. Esa noche recuerdo que mi mujer me reprendió severamente y abandonó el salón én dónde nos hallábamos para subir al primer piso de la vivienda en dónde se hallaba nuestro dormitorio. Yo subí tras ella con un solo objetivo: apartar mi mirada y mi espíritu de la vieja Underwood. Mi único propósito era huir del destino. Yo sólo quería crear un espacio dentro de mi hogar en el que me hallara a salvo de su maligna influencia ya que mi mujer se opuso tan seriamente a deshacerse de ella. Lo último que recuerdo es la frialdad del mármol mientras subía las escaleras, una frialdad dulce y aliviadora que penetraba a bandazos por mi mente. Lo demás ya lo sabe el Sr. Juez y los señores del Jurado, pero lo vuelvo a relatar para regocijo de los aquí presentes. Al día siguiente unos agentes forzaron la puerta de entrada de mi vivienda puesto que no respondía a sus insistentes llamadas. Recuerdo la presencia chillona y húmeda de la sangre y recuerdo a mi mujer que yacía muerta en la alfombra a los pies de la enorme chimenea. Sobre el carrete de la vieja Underwood, en un aprisionado folio amarillento por el paso del tiempo un único mensaje figuraba escrito en caracteres difusos, inestables: Tu mujer debe morir.

10 diciembre 2009

En mí, la huella de existir

Filed under: Tere Bosque — martasalvadorvelez @ 10:48 am

Ya no respiraré tu aliento

de alcohol barato y agrio

ya no me haré la dormida

ni escucharé el pisar de tus botas camperas

ni encenderé la luz de mi mesita

para interrumpir mi sueño.

Ya no limpiaré más tus vómitos

ni secaré el sudor en mi almohada de tu cabeza

sudorosa, fría, húmeda

ya no me cobijaré en mi sábana

ni escucharé el sonido de llaves en la puerta.

Dejaré de maquillar mi cara

de ponerme la sombra bajo mis ojos

de querer borrar la huella de mi mirada

de perfilar el corrector sobre mis ojeras.

Ni miraré el reloj de madrugada

ni sentiré sobre mi boca el frío de tus labios

ni tus manos sobre mi cara.

Ya no te sentiré a mi lado

ni aspiraré tu sudor ni tu aliento.

No usaré esas gafas oscuras,

ya no perdura en mí la huella.

2 diciembre 2009

Jueves

Filed under: Mª Luisa Muñoz — martasalvadorvelez @ 1:57 pm

El mar extiende su manto blanco y rizado.

Los cristales se tiñen de tonos translúcidos.

Las gotas resbalan y sortean obstáculos imaginarios atraídas por la invisible fuerza de la gravedad.

Humedad y frío en los pies.

Hambre en el estómago.

Garganta hinchada.

No te pases de parada.

Si no te gusta lo que ves, crea. Re-crea.

Miedo a llamar.

No me contestes con voz amarga o flotante, que te delatas.

Yo también me enfadaría, conmigo misma.

Serenidad, tranquilidad apacible, vapores etílicos extinguidos. O quizás no. Es otro jueves más.

A quien quiera indagar en el morbo de lo ajeno

Yo le digo: conserva la calma, tú también eres juez y parte.

El príncipe azul castigó a la princesa.

El príncipe azul la culpó de sus frustraciones, miedos y tristezas.

Descargó la tormenta con egoísmo de macho; los duendes dormían.

¿Dónde quedan ahora los cuentos y los sueños de las hadas?

Se agotaron las lágrimas, vacíos quedaron los ojos.

Pero después de la tempestad sobrevino el mar en calma. Es lo único que ahora importa.

La Luna venció al Sol, o ¿quizá fue el Sol quién venció a la Luna? Nunca sabremos.

Cuarto Creciente: princesa fuerte; Cuarto Menguante: princesa errante.

Plenitud en Luna Llena y vacío escondido en Luna Nueva.

Luna y Sol saldrán todos los días aunque hayamos muerto.

Y mientras quede alguien a quien queramos sobre la Faz de la Tierra la vida merecerá la pena.

23 noviembre 2009

Alguna cosa me falta

Filed under: Tere Bosque — martasalvadorvelez @ 12:54 pm

Se levantó y fue al cuarto de los niños y encendió la lámpara de la cabecera de la cama. Echó una ojeada sobre los cajones y encontró en uno de ellos los pijamas. Abrió la cama. Luego recorrió la casa apagando las luces y comprobando las puertas. Se quedó mirando por la ventana de la cocina viendo los delgados regueros de agua y escuchando la caída de la lluvia. Volvió al salón y miró al teléfono apoyado sobre la repisa de la mesa camilla. Se sentó en una de las sillas y del paquete de cigarrillos sacó uno, lo colocó en la comisura de sus labios y lo encendió. A las dos chupadas lo apagó en el cenicero, estrujándolo. Abrazada a ella llevaba los pijamas. Volvió a una de las ventanas del salón y miró cómo por la calle pasaban los coches salpicándolo todo. Estaba oscureciendo. Volvió al dormitorio de los niños, no sin antes volver a mirar hacia el teléfono. Se recostó dentro de la cama. Sus dientes habían dejado una huella en el labio inferior. Sentía picor en sus ojos enrojecidos. Su cabeza martilleaba. No conseguía dormirse. Daba vueltas apretando los pijamas en su pecho. Escuchaba con atención pero no oía nada. Todavía sentía las palabras de ellos antes de marcharse con su padre. Era el primer fin de semana que estaría sola. Largo, lluvioso, apagado y oscuro. Se levantó y fué al salón; sobre la mesa camilla el teléfono; extendió su brazo y lo cogió. No recordaba el número de su, antes, marido.

10 septiembre 2009

Fotos talleres 2009

Filed under: Taller — martasalvadorvelez @ 11:57 pm

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15 May 2009

Miro por la ventana

Filed under: Javier Aparicio — martasalvadorvelez @ 12:59 pm

Miro por la ventana, en una tarde lluviosa, esperando que los hados del ingenio vengan a apoderarse de mis manos y que me trasladen sus mejores efluvios, para que un relato corto y profundo se desarrolle dentro de mí, con la intención de ser sagaz y demostrar al mundo aquello que quiero trasmitir.

Mi hijo sentado a mi lado me relata sus vaivenes, su disgusto con su madre, ha ido al peluquero y le han cortado su flequillo, aquella parte de su anatomía más cuidada, que veía día a día frente al espejo y que de manera obsesiva estiraba y estiraba, hasta que aquellos rizos maliciosos en lugar de crecer conseguían enrollarse de tal manera que, aunque utilizase los métodos más primitivos para su estiramiento, acortaban su crecimiento y nunca llegarían a cubrir sus ojos.

Papá, ¿por qué aquello que tanto deseas, que nos ha costado tanto sacrificio, tanta dedicación, por decisiones que no te competen a ti rápidamente acaban sin más? Sí papá, simplemente con un corte de tijeras han llevado mis anhelos a algún paraje oscuro y sombrío y he dejado en el camino mis restos tirados en el suelo de un rincón desconocido que, con el vaivén de un instrumento dirigido por manos aleccionadas para este fin, han conseguido agrupar sin ningún orden aquello que con total minuciosidad antes estaba situado en el lugar más alto de mi autoestima.

¿Siempre sucederá así, o cuando empiece a tomar mis decisiones, por lo que seré responsable de mis actos, no me quedará en mi alma el más mínimo resquemor de hacer lo más conveniente y que mis decisiones sólo me afecten a mí?

Ha dejado de llover, en lo más recóndito de mi cabeza sólo queda que llame a la divinidad o a las fuerzas de la naturaleza para que emane una idea.

¡Bajad a cenar, que se enfría la cena, y no la quiero volver a calentar!

Bueno, otro día será.

24 enero 2009

Primera lectura

Filed under: Taller — martasalvadorvelez @ 8:01 pm

Ya hemos empezado nuestro Club de lectura en la Biblioteca de Canet d’en Berenguer. La primera novela que hemos emprendido es Seda, de Alessandro Baricco. Del viaje, la economía o la guerra, al erotismo, la ambición, la soledad o la dejadez; una lectura emocionante donde cada uno de los miembros de nuestro club encuentra una interpretación diferente.

Nos vemos el próximo martes, de 19:00 a 21:00 en la Biblioteca de Canet d’en Berenguer para descubrir y estremecernos con el final de Seda y emprender la siguiente lectura, Primavera con una esquina rota, de Mario Benedetti.

8 enero 2009

Las dos ventanas

Filed under: Teresa Moliner Bernabéu — martasalvadorvelez @ 11:04 am

Berta, rubia, de 15 años, ojos del color del mar en un día claro, solo se dedica a pensar en el vecino y se olvida de los estudios. El chico que vive en la puerta de al lado la trae de calle; él trabaja en un taller de mecánica, pero Berta controla la hora en que  llega, sabe que cuando  entra en  su casa después del trabajo, todo sucio y manchado de grasa, lo primero que hace es ir al baño. Ella sabe que desde su ventana puede verlo. No, no es  que lo ve desnudo, pero  cuando él termina de asearse, siempre se asoma y allí está ella, esperándole.
Carlos asoma su brazo estirado y Berta el suyo, los dos se rozan los dedos, casi sin tocarse, pero se rozan, es lo único que a Berta le apetece, estar con él y esperar a que él termine de arreglarse para salir a dar un paseo los dos juntos.
Han pasado varios años, Carlos se marchó a trabajar fuera y ella terminó sus estudios.
En la finca donde vivían, ahora hay un parque, con bellos árboles y aromáticas flores, niños jugando en los columpios y los abuelos cuidando de ellos.
Berta aún recuerda cuando paseaban por la calle que ahora no existe, pero en su memoria, todavía permanece aquel joven; no ha vuelto a saber de él y aunque está felizmente casada, continúa recordando aquellas dos ventanas.

27 diciembre 2008

El hueco de la fosa

Filed under: José Manuel Pedrós — martasalvadorvelez @ 6:01 pm

No sé qué decir. Mi interior se encuentra en un estado decrépito y ajado, porque después de dos días de incertidumbre y desasosiego no he llegado a encontrar una salida airosa a tanto abatimiento. Podría decir que algo oscuro y tétrico me araña las entrañas con la fuerza de un tifón violento y despiadado, pero no es eso exactamente. Quizá aún tengo los nervios tan a flor de piel, que mis manos se han agarrotado, como si se hubiesen paralizado, y mi corazón palpita por encima de lo aconsejable, como si hubiese concluido una agotadora maratón. Dos días sin dormir apenas son capaces de causar estragos incontrolables. Debo de reponerme, es imprescindible, pero no sé cómo. Espero que, quizá, aún sea pronto para encauzar mis sentimientos por el sendero más adecuado, porque, en realidad, sólo hace dos días que mi última amante, a la que con tantas esperanzas había abrazado, me dejó mis cosas tiradas de mala manera en la puerta de su casa y de una forma airada me dijo que no volviera más. ¿Qué haré ahora? No estoy dispuesto a empezar una nueva relación sin más. Ya no tengo edad para estar cada día en la cuerda floja del dilema, de la desconfianza y de la duda. Quiero asentarme, echar raíces, y que el tronco cobre vigor para que las ramas se multipliquen y las flores se entremezclen en una primavera espléndida que dé paso a un verano fructífero. Podría volver de nuevo, llamar a su puerta y pedirle perdón, aunque, quizá, esto sea algo inútil, porque, en realidad, no sé exactamente qué es lo que me debe de perdonar. Fue algo tan repentino, que sospechar las causas se me antoja un dilema incapaz de averiguar, algo que puede superar mis conocimientos más enraizados, mi más poderosa raigambre. Quizá mi estabilidad emocional no sea tan segura como yo sospecho. Quizá la fortaleza de espíritu que parezco tener es sólo el producto de una inseguridad interior que me resisto a aceptar, y la apariencia de algo de lo que carezco es lo único que soporta una base real. Quizá sólo soy un producto de mí mismo, y cuando se ha convivido un tiempo conmigo y se descubre un ego vacío y una autoestima inexistente se ve que nada es capaz de mover las piezas de ese engranaje huero, que a la postre sólo va a comulgar con lo más negativo de una existencia necia y superficial, y esa esterilidad sea lo que hace que la gente se apiade de mí, se fije en la débil estructura que me sustenta y quiera apoyarme con su cariño o con su amistad; pero cuando se ha pasado un tiempo a mi lado y se observa ese carácter negativo y hosco, se comprueba que lo hermético nunca llega a abrirse a la ilusión y a la alegría; y convivir con una persona así puede convertir cualquier vida en drama, cualquier esperanza en decepción y cualquier regocijo en servidumbre de la desdicha, y eso sea lo que hace que al final se me destierre y se me aísle, o que se produzca, inevitablemente, la indiferencia, que me hace volver a la soledad. La soledad, ¡ah!, esa extraña cosa a la que siempre le he tenido un miedo atroz, pero que, en definitiva, ha sido la única que siempre me ha acompañado: mi amante más fiel.

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